miércoles, 29 de octubre de 2008

Lección de chino

De la película Il Mostro. (Loris intenta aprender chino)



lunes, 27 de octubre de 2008

Ortorexia

El otro día Marichuy publicó una estupenda entrada motivada por la lectura de Memorias de cocina y bodega de Alfonso Reyes, un recorrido por la cultura culinaria de España, Francia y México. Su lectura se antoja deliciosa pero, como ella señala al final de su entrada, hoy que las paradojas de la modernidad nos han traído anorexias, bulimias, obesidad y desnutrición, un libro como éste puede resultar por demás démodé. Más de acuerdo no podría estar con ella. Le comenté que la cultura del comer se ha convertido en una industria, y no sólo por la comida rápida y demás porquerías procesadas que comemos, sino también por ese afán que tenemos de controlar nuestros alimentos. Hoy, hacer la compra en el supermercado es todo un proceso de toma de decisiones: que si el producto es bajo en grasas, que si no tiene colesterol ni ácidos grasos trans, que si es bajo en sodio, que si ha sido adicionado con ácido fólico; que si el café es descafeinado o no, que si la leche es deslactosada, descremada, semidescremada o entera. En fin, en esta era del individualismo cada quien tiene un alimento manufacturado a la medida de sus necesidades. Y hay algunas personas que viven realmente obsesionadas con lo que ingieren.

Hoy, en una de mis navegaciones, descubro que esa obsesión ya tiene nombre: ortorexia. Del griego ορθός (ortos, correcto) y όρεξη (orexe, apetito), el término fue acuñado en 1997 por Steven Bratman, un médico estadounidense que publicó un libro titulado Health food junkies. Aunque el neologismo todavía no tiene entrada en los diccionarios médicos y la Organización Mundial de la Salud aún no considera la ortorexia como un padecimiento, cada vez hay más especialistas en trastornos alimenticios que hablan sobre el tema.

La ortorexia o “apetito correcto” es una patología obsesiva por la “comida sana”. La vía para conseguirlo implica una dieta estricta de alimentos biológicos o macrobióticos, evitando carnes, grasas animales, alimentos cultivados con pesticidas o herbicidas, azúcares, conservadores, etc. Para los ortoréxicos todo tiene que estar perfectamente controlado y supervisado: planifican menús con semanas de anticipación, no comen fuera de casa, ni con amigos y son capaces de quedarse sin comer si no están seguros de lo que van a ingerir. Los más extremistas hacen huertos en su casa para cultivar su propia comida.

Creo que está bien comer sano y, si mi bolsillo lo permite, trato de comprar productos orgánicos. No sólo son menos perjudiciales para la salud, sino que además tengo la garantía de que al cultivarse no se contribuyó al deterioro del medio ambiente. Sin embargo, como dicen por ahí, “ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Tanto afán por comer sano termina convirtiéndose en una patología y, por ende, ya no puede ser sano.

viernes, 24 de octubre de 2008

The word "gay"

De la primera temporada de A bit of Fry and Laurie.


Lo siento, no tiene subtítulos...

miércoles, 22 de octubre de 2008

Prosmenofobia

Prosmenofobia es un neologismo que acabo de inventar. El término proviene de los vocablos griegos προσμένω (prosmeno, esperar) y φόβος (fobos, miedo), y significa el miedo irracional a las esperas. Existen dos tipos de prosmenofobia: la de corto plazo y la de largo plazo. A los prosmenofóbicos de corto plazo estar en una fila o en una sala de espera les provoca muchísima ansiedad, mientras que los de largo plazo no toleran la espera de una fecha anhelada o de una respuesta (para ser admitidos en una escuela o en un trabajo, por ejemplo). Cuando una persona presenta los dos tipos se dice que sufre de una prosmenofobia aguda.

Mi prosmenofobia es del primer tipo. Si bien puedo ser bastante paciente para esperar respuestas, cartas u otro tipo de cosas a largo plazo, las esperas cortas me provocan muchísima ansiedad. Eso me sucede en cualquier sala de espera, ya sea en un consultorio médico, un hospital, una estación de trenes o un aeropuerto. Como toda fobia, es un miedo irracional y me cuesta trabajo controlarlo.

Esta mañana fui a la UNAM a tramitar mi título de maestría. Hace tiempo que hubiera podido empezar el trámite pero como también soy burocratofóbica y quedé tan traumada por el vía crucis burocrático para programar mi fecha de examen de grado, lo había estado postergando. Por fin me decidí a hacerlo esta semana. Cuando llegué a Tramitel (sí, así se llama el lugar donde se hacen los trámites y, con ese nombre, por algún momento tuve la esperanza de que el trámite pudiera hacerse vía telefónica) ya había unas treinta personas esperando. Para ser atendido se tiene que tomar un papelito con un número (como los de salchichonería del supermercado) y esperar a que lo llamen. Después de que uno pasa y entrega sus documentos, las secretarias tienen que buscar su expediente por lo que le dicen que espere a que vuelvan a llamarlo por su nombre. Así que son dos esperas. Como además de burocratofóbica y prosmenofóbica también soy papirofóbica (miedo a los papeles), ese tipo de situaciones me ponen muy nerviosa y me pongo a fantasear lo peor (que mi expediente se haya extraviado o que, debido al montón de gente a la que atienden al mismo tiempo, mis documentos se traspapelen y nunca me llamen y yo me quede ahí horas esperando en vano oír mi nombre).

En medio de esas cavilaciones estaba yo sentada en la sala de espera, intentando sin éxito leer un libro de cuentos de Murakami que de último momento metí en la mochila para poder leer en el metro, cuando de pronto escuché un silbido que me sonó familiar a la vez que inquietante. Paré la oreja y reconocí la tonadita de “Twisted nerve” que Elle Driver, la enfermera tuerta de
Kill Bill, va silbando en el hospital mientras se dirige a matar a la La Novia. No tengo idea de dónde provenía el silbido. Quizá no era más que el timbre del celular de alguien por ahí (aunque sonaba tan humano...). Pero en ese lugar, y en ese momento ya de por sí angustiante, me pareció aterrador.




lunes, 20 de octubre de 2008

Egosurfing

Hace algunos meses publiqué una entrada sobre la palabra Googlegänger, elegida por la American Dialect Society como la palabra más creativa del 2007. El término se refiere a la persona que tiene el mismo nombre que uno y que aparece en los resultados de búsqueda cuando uno se guglea a sí mismo. Para más detalles sobre el origen del término pueden ir a dicha entrada.

Esa vez comenté que lo que más me fascinaba del término era la presuposición que había detrás: que la gente se busca a sí misma en la Web. Acabo de descubrir que esa práctica también ya ha sido bautizada. El rastreo que uno hace de su nombre propio o seudónimo en un motor de búsqueda popular se llama egosurfing. El neologismo fue acuñado por Sean Carton, un veterano de los negocios electrónicos, y publicado por primera vez en 1995 en la columna Jargon Watch de la revista Wired. El uso de la palabra se ha extendido en tal grado que incluso ya fue incorporada en el Oxford English Dictionary.

En inglés, a esta práctica también se le conoce como vanity searching, egosearching, egogoogling, autogoogling, self-googling o simplemente googling yourself. Quizás en español podríamos decir autogugliarse o hacer una egobúsqueda. Pero egosurfing aparece ya en miles de documentos en español y su uso como tal se está extendiendo.

En un artículo que encontré, su autor se queja amargamente de que el término egosurfing es una etiqueta peyorativa que describe la práctica de buscarse en Internet como un acto de vanidad. Según él, esta actividad también puede responder a una necesidad profesional y no sólo a la de levantarse la autoestima. Estoy de acuerdo en que hay algo de eso: para muchos profesionistas es importante tener conocimiento de su presencia en la Web. Por otro lado, en vista de que la práctica de guglear a otros (¿altersurfing?) también es muy común, parece lógico que uno deseé saber qué resultados despliega la búsqueda de su nombre (se sabe, por ejemplo, que muchos reclutadores guglean a los candidatos a un puesto y es natural que uno quiera cerciorarse de que su nombre no aparezca asociado con nada indigno). Pero también creo que detrás del egosurfing subyace una especie de búsqueda de reconocimiento. Esta práctica es cada vez más común en una cultura de narcisismo digital en la que proliferan los sitios web de redes sociales como Facebook, Myspace, Hi5, Twitter, y hasta los mismos blogs. Sin un afán reduccionista, muchas de estas herramientas funcionan como auténticos escaparates del yo.

sábado, 18 de octubre de 2008

Ceguera

If it can be written, or thought, it can be filmed. Stanley Kubrick


Últimamente he estado al margen de los estrenos en el cine. Cuando mi amigo V nos propuso ayer que fuéramos a ver la película basada en el Ensayo de la Ceguera me sorprendí ya que ni siquiera tenía idea de que se hubiese rodado. A pesar de mi escepticismo, me dio mucha curiosidad ver cómo habían adaptado esa novela tan compleja, que sin duda le entregó el Premio Nobel a José Saramago.

Las adaptaciones cinematográficas de textos literarios no suelen tener una muy buena recepción, particularmente en el público bibliófilo y literato. Cuando un libro se adapta a la pantalla grande, las críticas no se hacen esperar. “Es mejor el libro”, es la frase que se escucha más comúnmente. La gente tiende a decepcionarse porque esperan en la película una fidelidad al libro imposible de lograr. Comparar la película con el libro no tiene sentido porque se trata de dos lenguajes diferentes. No en balde Roman Jakobson consideró la adaptación cinematográfica de textos literarios como un ejemplo de traducción intersemiótica, es decir, el cambio de un sistema semiótico a otro. (Otros ejemplos son cuando se “traduce” un poema épico en un cómic, o cuando se saca un cuadro del tema de una poesía –o viceversa-). Por eso esperar “fidelidad” de una adaptación cinematográfica resulta absurdo. De por sí en el caso de la traducción propiamente dicha –o, en términos de Jakobson, la “traducción interlingüística”-, habría que replantearse ese concepto de fidelidad que parece muy gastado. Se trata más bien de una cuestión de interpretación y, en todo caso, para que sea “fiel”, una traducción debe apuntar siempre a reencontrarse con la intención del texto y con el efecto que tiene en sus lectores.

Ensayo de la Ceguera es una de las novelas más angustiantes que he leído en mi vida. La experiencia de la lectura fue tan intensa que recuerdo perfectamente donde estaba cuando la leí (casi en una sentada, porque me causó tanta ansiedad que temía no volver a ella si la dejaba aunque fuera por unas horas). No sé si la adaptación de Fernando Meirelles sea “fiel” al cien por ciento en cuanto a los sucesos de la novela, pero es igual de intensa que el libro y parece lograr muy bien el efecto que provoca su lectura. La película es, sin embargo, un poquito más “ligera” en el sentido de que tiene algunos momentos muy graciosos, cosa que no ocurre en el libro. Pero cuando uno ve una película tan fuerte esas puntadas se agradecen. Visualmente hablando me parece realmente muy bien lograda. El trabajo de César Charlone, el director de fotografía, es genial. Entre las actuaciones, cabe destacar la de Julianne Moore quien interpreta espléndidamente a la mujer del médico.

En algún lugar leí que durante muchos años Saramago se negó a vender los derechos de su novela. Finalmente se los cedió a Meirelles con la condición de que se rodara en una ciudad irreconocible (razón por la cual se mezclaron escenas filmadas en Sao Paulo, Montevideo y Toronto). No sé si el escritor haya quedado satisfecho de la película, pero creo que sus lectores deberían estarlo.

En resumen, Ceguera (Blindness) me sorpendió positivamente y la recomiendo ampliamente. No diré más sobre ésta. Quienes leyeron la novela saben de qué va. Quienes no la leyeron probablemente aprecien mejor el filme sin conocer los detalles. Y a quienes les gusta ver el trailer aquí se lo dejo.





miércoles, 15 de octubre de 2008

Superstición, tabú y enfermedad

El miedo y la superstición han estado vinculados a la enfermedad desde tiempos muy remotos. El hecho de que hubiera pocos remedios eficaces y de que los primeros tratamientos fueran tan terribles contribuía a profundizar el pavor de la población. Los médicos conocían muy poco sobre fisiología y no tenían ninguno de los instrumentos sofisticados que hoy en día existen. Fue relativamente hace poco que desapareció el misterio alrededor de la etiología del la enfermedad. En otras épocas, los padecimientos del cuerpo eran vistos como algo oscuro, incomprensible y sobrenatural. Las explicaciones de la enfermedad se buscaban en la obra de espíritus maléficos o en la ira de los dioses que castigaban a la gente por sus pecados. Las epidemias, por su parte, eran consideradas como escarmientos por los errores cometidos por comunidades enteras. Un término que refleja estas ideas y que en la lengua española se sigue usando como sinónimo de enfermedad es la palabra mal.

En la Antigüedad y en la Edad Media, los nombres de las enfermedades encarnaban toda esa superchería y mitología. La superstición asociada a la enfermedad, extremadamente primitiva en naturaleza, era tan grande que la simple pronunciación de su nombre podía convocarla. De ahí que las enfermedades más temidas se rigieran por varios nombres diferentes. Un ejemplo importante es el caso de la epilepsia que durante siglos fue considerada una enfermedad diabólica, cuyos afectados, en la imaginación popular, estaban poseídos por el demonio o por espíritus maléficos. Algunas de las denominaciones que este padecimiento recibió son: enfermedad de la luna, mal lunar o lunático (porque se creía que la luna llena controlaba la enfermedad), mal de la infamia o de la deshonra, morbo comicial (porque si durante los comicios romanos alguno de los presentes sufría un ataque epiléptico, éstos debían suspenderse ya que se interpretaba como un mal presagio), mal de Hércules (por los ataques de locura atribuidos al héroe mitológico), enfermedad de San Lupo (porque se pensaba que ese santo castigó con la epilepsia a un obispo que pecó de envidia), enfermedad de San Valentín (patrón de los epilépticos en la Edad Media), gota caduca o coral (porque se creía que era una gota que caía sobre el corazón), enfermedad negra y mal de corazón.

Muchas de las enfermedades más terribles recibían denominaciones favorables, a veces hasta reverenciales, con el fin de aplacar los poderes maléficos que las causaban. El nombre Baile de San Vito para la corea, por ejemplo, data del periodo medieval en que el culto a los santos creció considerablemente. Durante esa época, invocar a los santos era una práctica común y, aunque hoy nos parezca extraño, sus nombres aparecían en las denominaciones de una gran variedad de enfermedades, generalmente las más horribles. El Baile de San Vito fue una epidemia de proporciones considerables. Conocida también como la manía danzante, fue una especie de histeria colectiva que se extendió por toda la Europa medieval. Miles de personas salían a las calles en una especie de trance, contorsionándose incontrolablemente y algunas veces echando espuma por la boca, como si estuvieran poseídas por el demonio. La etiqueta de Baile de San Vito sugiere una especie de fiesta alegre y omite el sufrimiento que acompañaba este terrible trastorno neurológico.

Pieter Brueghel el Viejo. La manía danzante

Otros ejemplos de enfermedades medievales con denominaciones alusivas a la religión y la superstición son el mal del rey (king’s evil) para la escrófula --una enfermedad de la que se pensaba que el rey podía curar con sus manos por estar investido con el poder de Dios sobre la Tierra--, y Fuego de San Antonio para la erisipela. El Fuego de San Antonio se refería a otra epidemia que hizo estragos durante la Edad Media, matando y deformando en gran escala. El terror que rodeaba esta enfermedad era tan grande que se ocultó tras un montón de nombres de santos diferentes: San Adrián, San Cristóbal, San Valentín, San Egidio, San Roque, entre otros. La gente también recurría a San Cristóbal para protegerse de la peste y de la epilepsia. San Blas se ocupaba de los problemas de garganta, San Lorenzo de los dolores de espalda, Santa Apolonia de los dientes y Santa Margarita de Antioquia cuidaba a las mujeres embarazadas. En total, unos 130 santos eran invocados como protectores de los enfermos.

Sin embargo, esta práctica eufemística de usar nombres de santos para denominar las enfermedades resultó un chasco. Las enfermedades se asociaron tanto con los nombres de los santos que éstos mismos empezaron a ser considerados, ya no como protectores de los fieles, sino como tiranos iracundos a los que había que temer por ser los responsables del contagio. En la imaginación de los enfermos de herpes zóster, San Antonio se abastecía de fuego en sus ampollas ardientes. Aunado al horror de la Iglesia, este cambio en perspectiva inspiró un regreso dramático al culto pagano. En consecuencia, la Iglesia volvió tabú el culto de los santos y la práctica despareció considerablemente. Este es un ejemplo impresionante del sendero peyorativo que los eufemismos suelen tomar. Las palabras y los nombres que se usan para atenuar u ocultar cosas desagradables tarde o temprano terminan por contaminarse de la connotación negativa que se les atribuye.

Nota: Esta entrada está adaptada de un fragmento de mi tesis de maestría.

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lunes, 13 de octubre de 2008

Un mal mayúsculo

En los comentarios de la entrada pasada, de cinco personas que escribieron la palabra sida, tres lo hicieron en mayúsculas, una en inglés (AIDS) y sólo una persona en minúsculas. Cuando hice mi tesis de maestría también observé que en la mayoría de los textos que conformaban mi corpus de análisis la palabra sida aparecía en mayúsculas.

Normalmente, los acrónimos, después de que han estado en uso por un tiempo, pierden los puntos y las mayúsculas y se introducen en el lenguaje como una palabra ordinaria. Algunos lexicólogos definen este tipo de palabras como siglónimos, es decir, aquellas siglas (o acrónimos) que se han lexicalizado, incorporándose a la lengua general como una palabra y sometiéndose a las reglas de ésta. Dos ejemplos conocidos son los de las palabras láser (que es un acrónimo de la expresión inglesa light amplificated by stimulated emission of radiation) y ovni (sigla de objeto volador no identificado).

En una primera fase, las siglas se escriben con mayúscula, recurso gráfico que las caracteriza, sin embargo, el resultado final de la lexicalización es la pérdida de las mayúsculas. Ejemplo: S.I.D.A. --> SIDA --> sida. Ciertamente, los puntos se eliminaron cuando el SIDA se volvió el nombre aceptado para la enfermedad y, aunque en español es cada vez más frecuente escribir sida en minúsculas, todavía hay muchísimas personas que lo siguen escribiendo como si no fuera una palabra ordinaria. Roberto Zavala, en un manual de redacción, observa que incluso hay quienes emplean las cursivas para escribir el nombre de la enfermedad y que lo mismo aparece Sida que SIDA, sida, sida... Él recomienda, sin embargo, escribir sida, como se ha hecho con otros acrónimos.

En inglés, por otro lado, no se ve para nada aids, y aunque en el inglés británico se ha abandonado de algún modo la forma de acrónimo, Aids mantiene la inicial como mayúscula, cosa rara en los nombres de las enfermedades.

Las motivaciones de los hablantes para seguir escribiendo el nombre de la enfermedad con mayúscula pueden ser muy variadas. En parte debe de ser por influencia de los medios escritos que, en su mayoría, lo siguen escribiendo con mayúscula. Pero no deja de ser curioso. ¿Por qué los hablantes se resisten a escribir con minúscula una palabra ordinaria que ya aparece así en el diccionario? ¿Será por qué se trata de un mal mayúsculo?

viernes, 10 de octubre de 2008

La enfermedad del otro

Los prejuicios y estereotipos, a pesar de lo desagradables que puedan ser, son mecanismos de representación de la otredad cuya inevitabilidad se refleja en el lenguaje. A lo largo de los siglos, los enfrentamientos entre las culturas y el etnocentrismo de los pueblos han dejado una profunda huella en las palabras que usamos. Los apodos o gentilicios despectivos no son los únicos ejemplos de ello. La historia de los nombres de las enfermedades sórdidas ofrece también una interesante evidencia diacrónica de los antagonismos sociales y políticos del mundo. La práctica disfemística común entre los grupos humanos es culpar al enemigo de la propagación de enfermedades que afligen a los que se relacionan con el vicio y la inmoralidad.

El caso más revelador de esta práctica lingüística es el de los diferentes nombres que ha recibido la sífilis. Bautizada así en 1530 por una poesía didáctica de un médico italiano en la que el pastor Syphilus fue castigado con la enfermedad por llevar una vida inmoral y llena de vicios, en el lenguaje popular la infección se conoció durante mucho tiempo como enfermedad francesa o de los franceses (morbus gallicus), porque los soldados del rey francés Carlos VIII murieron por una epidemia de sífilis. Pero en realidad, ninguno de los países donde la enfermedad brotara admitiría ser su lugar de origen, por lo que se le echaba la culpa a la perversión de los extranjeros. En el inglés del siglo XVI, se le conoció como Spanish Needle, Spanish Pox, Spanish Pip y Spanish Gout (Aguja Española, Peste Española, Semilla Española y Gota Española). Después, Shakespeare se refirió a la infección como Neapolitan bone-ache (Mal Napolitano). El Capitán Cook casi se desmayó cuando descubrió que los tahitianos la llamaban Apa no Britannia, “la enfermedad británica”. En italiano se conocen morbo gallico, mal francese y malattie celtiche (morbo gálico, mal francés y enfermedad céltica). Al final, prácticamente ningún pueblo se salvó de que lo culparan, y en diferentes lenguas se han documentado denominaciones populares para la sífilis como mal americano, mal canadiense, mal céltico, mal de los cristianos, mal escocés, mal francés, mal gálico, mal germánico, mal portugués, mal napolitano, mal polaco y mal turco.

Estas prácticas disfemísticas podrán parecernos retrógradas pero siguen vigentes aún en pleno siglo xxi. Cuando el sida apareció en escena, hace poco más de 25 años, por todas partes surgieron numerosas hipótesis sobre sus orígenes. Mientras que en el mundo occidental sus orígenes suelen localizarse en África, muchas personas en África lo atribuyen a Occidente, particularmente a los Estados Unidos. Entre los mismos países africanos se pasaron la pelota: Ruanda y Zambia dijeron que el sida se originó en Zaire, Uganda dijo que venía de Tanzania, y así sucesivamente. En la ex Unión Soviética, el sida era considerado como “un problema extranjero”, atribuible a la CIA o a tribus en África Central. En el Caribe, e incluso en los Estados Unidos, se creía extensamente que el sida provenía de experimentos biológicos estadounidenses. Los franceses primero creyeron que el sida fue introducido por vía de un “contaminante americano” (también creían que el sida venía de Marruecos). La entonces Unión Soviética, Israel, África, Haití y las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos negaron la existencia de homosexualidad nativa y así alegaron que el sida debía haberse originado en “otra parte”.

Lo que diferencia al sida de la sífilis, es que esa “otra parte” no necesariamente tenía que ser un país extranjero: también podía ser el cuerpo de “otra persona” considerada como diferente en la sociedad. Antes de que recibiera oficialmente el nombre sida, la enfermedad se rigió por diversas etiquetas. Los primeros reportes publicados en los Estados Unidos confirmaban las sospechas de los médicos en otras ciudades: algunos de sus pacientes homosexuales estaban contrayendo e incluso muriendo de enfermedades muy extrañas, incluyendo formas raras de neumonía y cáncer. Lo que en un inicio se había llamado de manera no oficial “neumonía gay”, “cáncer gay”, “peste o plaga gay” y WOGS (Wrath of God Syndrome, es decir, Síndrome de la Ira de Dios), en 1981 recibió en los círculos médicos el nombre provisional de GRID (Gay Related Immunodeficiency, es decir, Inmunodeficiencia relacionada con los homosexuales). Pero en los meses que siguieron, estas mismas enfermedades empezaron a diagnosticarse también en heterosexuales (hemofílicos, usuarios de drogas intravenosas, y personas que acababan de recibir una transfusión sanguínea), por lo que el nombre GRID ya no era apropiado. De este modo, en julio de 1982, se introdujo el nombre Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida durante una conferencia celebrada en Washington.

Sin embargo, el hecho de que en un inicio la enfermedad se haya asociado tan fuertemente con la homosexualidad en el discurso biomédico dejó huellas muy profundas en el modo en que la gente se representó la enfermedad. En inglés surgió un nuevo acrónimo para GAY: ‘Got AIDS Yet’ (‘Ya te dio sida’), que desde luego era una broma de mal gusto. Y los grupos de alto riesgo recibieron la etiqueta de club o grupo 4-H. Se trataba de un juego de palabras: primero, reconocía el hecho de que los enfermos de sida eran HIV positive, donde las siglas para “Human Immunodeficiency Virus” se reinterpretaban como “H-cuatro” (IV romano). Segundo, aludía a los cuatro grupos de mayor riesgo en aquellos primeros días: homosexuales, haitianos, hemofílicos y heroinómanos.

Hoy algunos de estos prejuicios han disminuido y la gente es más consciente de que cualquiera puede infectarse y no sólo los que viven en “el pecado y la perdición”. Sin embargo, en el inconsciente colectivo el sida sigue siendo “la enfermedad del otro”, nuestra sífilis del siglo xxi. Y quizá deje de serlo cuando aparezca otro mal peor y haya que buscar nuevos culpables.

Nota: Esta entrada está adaptada de un fragmento de un capítulo de mi tesis de maestría.

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lunes, 6 de octubre de 2008

Mexicanos, galeses y suecos

1) En los comentarios de la entrada pasada, Ojaral señaló que en Argentina se usa mexicaneada como sinónimo de una traición entre delincuentes. Encontré en línea un muy buen glosario de lunfardo y argentinismos en el que, en efecto, se define mexicanear como “atracar a ladrones o contrabandistas para despojarlos del botín”. Según entiendo, se usa en situaciones en las que una banda de narcotraficantes o delincuentes se montan en la operación de otra banda para quedarse con la droga o el dinero, sin haber trabajado para ello. Pero resulta que, haciendo esta investigación, descubrí que en Uruguay también se usa el verbo mexicanear con un sentido negativo aunque diferente. Para los uruguayos, mexicanear significa “conquistar o quitar (generalmente un hombre) a la pareja de otra persona”. Ejemplo de uso: “Cuidado que Juan te está mexicaneando a tu novia”. En otras palabras, mexicanear, en ese contexto, equivale a lo que en México se dice “bajarle a alguien el novio o la novia”.

2) En la película de Scent of a Woman (Perfume de mujer), hay una escena en la que el chico le reclama al Coronel (Pacino) por no haberle dado todas las balas de su pistola. El Coronel le responde: “I welched. I’m a welcher”. En los subtítulos, la frase está traducida como “te mentí”. Quizás había una traducción mejor para la expresión, pero “te mentí” parece suficiente para efectos de la escena. Welch es una forma arcaica de Welsh, cuyo significado es galés (el gentilicio de los nacidos en el País de Gales). El verbo to welch o to welsh es una expresión coloquial que significa “hacer trampa para no pagar una deuda” o “evitar deshonrosamente el cumplimiento de una obligación”. El origen de la expresión es oscuro y, si bien ningún diccionario lo indica, algunas fuentes señalan que seguramente empezó como una injuria racista en contra de los galeses. De hecho, muchas asociaciones galesas en el Reino Unido y en los Estados Unidos han estado tratando de erradicar la frase de la lengua inglesa.

3) El Oxford Spanish Dictionary propone para to welsh “hacerse la sueca". No estoy tan segura: esa expresión significa más bien “fingir alguien que no oye, que no se entera o no se da cuenta de algo”. En otras palabras, significa “hacerse el desentendido o el tonto” (en México decimos “hacerse pato”). ¿Y por qué se hace uno el sueco? ¿Se trata de otro estereotipo? Contrario a lo que podría pensarse, es probable que la expresión no tenga nada que ver con los suecos de Suecia. Parece que es un caso de modificación fonológica y que sueco viene de la palabra latina soccus. De este vocablo provienen zueco (el zapato de madera de una pieza que usan los holandeses), zocato (zurdo) y zoquete (persona muy torpe). Suena verosímil, ya que en vez de “hacerse el sueco” podría decirse “hacerse el zoquete” y se entendería de la misma forma.

jueves, 2 de octubre de 2008

Cuando los gentilicios se convierten en insultos

En la entrada pasada publiqué un glosario de gentilicios despectivos. A veces sucede también en el lenguaje que algunos gentilicios empiezan a usarse como insultos o como sinónimos de adjetivos o características indeseadas en la sociedad. De hecho, algunos gentilicios están tan asociados a esas características que los diccionarios las incluyen entre sus acepciones. Aquí va una lista con algunos ejemplos que recopilé en español:

Gallego. En Hispanoamérica este gentilicio (que suele usarse para designar a los españoles en general) es sinónimo de tonto.

Gitano. Se aplica a la persona que actúa con engaño, particularmente en los tratos comerciales.

Judío. Se aplica a la persona avara.

Moro. Se aplica al hombre celoso y posesivo en su relación con las mujeres.

Cafre. Este resulta interesante. Originalmente este adjetivo se usaba para designar al habitante de la antigua colonia inglesa de Cafrería, en Sudáfrica. Hoy en día, se aplica más comúnmente a una persona brutal o salvaje. En México, por ejemplo, les decimos cafres a los que manejan (conducen) salvajemente.

Zulú. Además de ser un grupo étnico africano, el adjetivo se aplica a una persona tosca e ignorante.

Entre los gentilicios regionales de México hay dos ejemplos:

Regiomontano. Como ya lo decía en la entrada pasada, así se les llama a los habitantes de la ciudad de Monterrey. Su abreviación es regio. Muchas personas usan el gentilicio como sinónimo de “tacaño”.

Jarocho. Este también resulta interesante. Como los mexicanos saben, se usa para designar al habitante de la costa de Veracruz. Pero resulta (y a que ésa no se la saben) que originalmente el adjetivo se aplica a la persona de modales bruscos, descompuestos y algo insolentes (DRAE). En México llamar jarochos a los veracruzanos no es insultante en lo más mínimo, pero quizás en un inicio sí lo fue. Parece ser que antiguamente se llamaba jarochos a los milicianos negros que usaban la jarocha o lanza y que custodiaban las costas. Es probable que “jarocho” se usara primero para referirse despectivamente a los negros que custodiaban la costa de Veracruz y que después se extendiera para todos los nativos de dicho estado. Sea como sea, el adjetivo ya no es despectivo y hasta los veracruzanos se autodenominan así.

También hay algunos sustantivos y expresiones que provienen de gentilicios, y que aluden a actividades indignas. He aquí algunos ejemplos:

Andaluzada. Exageración que, como habitual, se atribuye a los andaluces.

Judiada. Se refiere a una “acción mal intencionada o injusta ejecutada contra alguien”.

A la francesa. Al estilo de Francia. Se aplica particularmente a “marcharse” o “despedirse”, significando “bruscamente, sin avisar” o “sin despedirse”.

Hacer el indio. Significa “dejarse engañar tontamente” o “hacer cualquier desacertada o que enfada”.

Punto filipino. Expresión calificativa que se aplica a una persona dispuesta a cometer inmoralidades, engañar, estafar, etc.

No se que sea más insultante, si usar términos coloquiales para designar a los naturales de un país o una región (véase la entrega de gentilicios despectivos) o usar los gentilicios como sinónimos de defectos o características indeseadas. A mí me parece que lo segundo es más ofensivo, puesto que habla de (y quizás algunas veces hasta promueva) los estereotipos y prejuicios que tenemos acerca de los demás pueblos.